martes, 23 de noviembre de 2010

Un recuerdo de ese amor...


Estaba a punto de tomar mi almohada de estrella entre mis manos cuando de repente un tumulto de ideas vino a mi mente. Me di media vuelta y quedé mirando fijamente una muñeca que me había regalado mi papá años atrás. La llamaba Francis – sí, extraño nombre para una muñeca-.
Quizá las cosas serían diferentes si él aún estuviera a mi lado. Quizá mis momentos débiles él los hubiera fortalecido con sencillas palabras. Quizá ahora podría obtener un abrazo cada cinco minutos con sólo pedirlo. Quizá.

Esa muñeca con la que jugaba de niña significaba mucho para mí. No sólo por el hecho de ser la más linda que tuve, sino también porque fue uno de los pocos juguetes que me dio mi papá. Él siempre me decía que eran mucho más importantes los estudios y que ya habría otro momento para dedicarse al juego. En realidad esos momentos no llegaron muy seguido que digamos.

Recuerdo que un día llegó de trabajar muy tarde. Justo horas antes de mi cumpleaños. Yo salí raudamente de mi dormitorio y fui a abrazarlo como siempre. Todo era normal hasta que noté una caja que escondía en sus espaldas. Lo miré casi sonriendo y esperé a que él me la diera. Una vez en mis manos ya no pude contener mis ansias.

Puse el regalo sobre la mesa y destrocé el papel como pude para sacar lo más pronto posible a mi muñeca – a quien después llamaría hija – del encierro. Todo terminó cuando la tuve entre mis brazos. Era la sensación más grandiosa que pude haber tenido. Era la más linda que yo había visto. Y es que papá y yo casi siempre hemos tenido los mismos gustos.

Francis tenía el cabello marrón (no me gustan las de cabello rubio), tenía unos ojos celestes y unas mejillas sonrojadas que realzaban aún más esa leve sonrisa que traía en los labios. Para mí era la mejor.

Y es que para una niña de ocho años, una muñeca deja de ser una “simple muñeca” para convertirse en “su hija”. Y sí, Francis se convirtió en mi hija. Yo la bañaba, la peinaba, le echaba mi mejor perfume – antes de que mi mamá me gritara por desperdiciarlo jaja -, y le ponía lindos vestidos.

Ahora, a mis veintiún años, esa muñeca es una de las miles muestras de afecto que recibí de mi papá. Es mi trofeo de niña. El trofeo de cuando le gané a la madurez de mi papá y logré hacer que conociera su lado infantil. Ese lado que también había quedado suspendido en el aire años atrás y que esa noche en vísperas de mi cumpleaños le hizo entender a mi padre que yo necesitaba vivir mi niñez y que ahora a él le tocaba darme esa oportunidad.

Después de ese breve recuerdo, giré y quedé mirando hacia la pared. Entonces abracé mi almohada y una lágrima brotó de mis ojos. Después de eso me di cuenta de que hay cosas que sólo pasan una vez. Que ese regalo no lo volveré a recibir. Al menos no de la persona que yo quiero recibirlo. Después de eso me di cuenta de que la vida cambió mucho desde hace un año y que ahora sólo somos tres quienes estamos a cargo de este incompleto lugar.

Entonces me di cuenta de que pasará mucho para que pueda volver a mirarlo a los ojos y decirle que lo quiero. Pasará mucho para que una vez más me llame tan sólo para decirme que me quiere y que soy su “china floja”. Para que me tape un ojo con sus mano y me diga que aún sin un ojo o sin una oreja me querría igual porque soy quien le enseño a ser papá. Porque conmigo aprendió a vivir de otra forma más complicada. Y es que una familia es complicada.

Y así como esa muñeca, él sigue en mi corazón por una sola razón: Porque es la única persona en el mundo que me amaba tal cual era. Me amaba con mis momentos de locura, con mis muchas ganas de dormir, con mi flojera, con mis abrazos desprevenidos y con mis ganas de decir te quiero cada vez que podía. Y yo lo amaba y lo amo todavía.